Capítulo 2: El Viaje.
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ice llamadas a gente de distintos lugares. Algunos me decían asombrados que habían rejuvenecido, y otros asustados, que habían envejecido. Pero nadie tuvo la alegría de poder llamarme loca o paranoica. Aquello estaba ocurriendo de verdad. Puse la televisión y escuché las noticias con interés.
“El virus del tiempo. Así se ha catalogado a este problema que asola a prácticamente todo el mundo. Las autoridades nos piden que mantengamos la calma, no debemos preocuparnos. Los científicos aseguran que van a encontrar el motivo de esta niebla que envejece y rejuvenece, y aunque están desconcertados, aseguran que pronto encontrarán una solución. Hay hipótesis sobre la posibilidad de que el suceso tenga que ver con algún virus que se propaga en forma de niebla, creado artificialmente por alguna banda terrorista... En cualquier caso, recomiendan que no salgan a la calle, en la medida de lo posible, y que mantengan cerradas puertas y ventanas. Les mantendremos informados.”
La presentadora lucía un gran sombrero rojo chillón, y el maquillaje brillaba a la luz de los focos del plató. Aquella mujer pertenecía a un lugar donde la niebla envejecía. Sin duda. Había dicho que la niebla asolaba a prácticamente todo el mundo. ¿No a todo?
Aquello me llevó a una reflexión. La niebla se movía. ¿Y si había un punto de origen? En ese caso, se podría encontrar una solución a toda esta locura. Pero yo no podía esperar, una extraña fuerza me empujaba a salir en busca de una explicación. Me iba. Sin que nadie se diera cuenta, metí en una mochila lo necesario. En los informativos avisaban de que el efecto de la niebla era más potente cuando te expones a ella directamente, así que me cubrí bien, colocándome un pasamontañas, unas gafas de sol, unos guantes y un plumífero. Las plantas estaban muertas, y nadie pasaba por el lugar. Parecía que estuviese poblado por fantasmas. Todos se habían enterado ya. Caminé un rato sumida en mis pensamientos y entonces caí en la cuenta de algo: no tenía pistas para seguir ningún camino. Estaba perdida en medio de un montón de posibilidades, sin un punto de partida. Y pensé: “si la niebla se mueve hacia un lado, es porque viene del contrario.”
Y me puse en camino, dándome cuenta al instante de que andando no llegaría muy lejos. Yo no sabía conducir. Un caballo. Allí cerca estaban las cuadras de mi tío. No iba a ir mucho más rápido, pero algo aceleraría. Además, en cuanto encontrara otra manera, la usaría. Seguí desafiando a la niebla, y llegué a las cuadras. Solté un caballo, lo ensillé, me monté en él y galopé buscando el origen de todo aquello. Se me acababa el tiempo.
No podía verme, pero con toda seguridad, aparentaría al menos diecisiete años, cuando aquella mañana tenía catorce. Aquello era grave, para mí, y aún más para mi nueva montura, a la que cada vez notaba más cansada. Pero seguimos galopando. Quizás la esperanza de llegar a una zona donde la niebla nos rejuveneciera, y nos diera más tiempo, me dio fuerzas.
Pero ese momento no llegaba, y yo veía cómo el caballo, cansado y más viejo, ralentizaba la marcha, sin poder evitar que sus delgadas patas se doblaran. Y el momento que tanto temía, llegó pronto. Tan sólo llevábamos dos días de viaje, en los que sólo habíamos parado para comer y descansar un poco. Habían sido unos quince años más o menos para nuestros cuerpos. Y cuando recogí al animal ya debía tener diez, como mínimo.
El viejo corcel me miró como pidiendo perdón y después, con pasos cansados se acercó a un árbol y se tumbó ahí mismo, provocando mi caída. El pobre animal estaba muy débil. Le quité la silla y el resto de objetos, y lo dejé ahí. Tenía hierba, que aunque seca, le serviría para comer, así que viviría lo que le quedara con tranquilidad.
Toda la ropa que protegía mi cuerpo parecía haber reducido un poco los efectos de la niebla, así que en esos momentos debía tener la apariencia de unos veinticinco años. Preocupada, anduve hasta el pueblo más cercano, sin dejarme vencer por el cansancio, y me dirigí a un aparcamiento donde un hombre se acercaba a su coche. No había conducido nunca, pero, por suerte, había acompañado a mi madre mientras mi padre, pacientemente, le daba clases. Y a base de repetir, se me grabó en la memoria lo esencial. Suspiré. ¿Qué otra opción tenía? Era por el bien del mundo. Mi reloj de pulsera se movía frenéticamente. La aguja de los segundos era casi difícil de ver por su velocidad, pero sí se oía el rápido “tictactictactictactic...”, que indicaba que mi cuerpo estaba envejeciendo antinaturalmente rápido.
Así que corrí hacia el hombre y su coche, y cuando abrió la puerta, salté por detrás, le empujé para que cayera al suelo, cogí las llaves y me monté en el coche. Mientras el hombre se levantaba, cerré la puerta y eché el seguro. Él intentó romper el cristal, pero yo introduje las llaves en el contacto, arranqué, agarré el volante y apreté con fuerza el acelerador, pero, al no haber practicado, salí despedida con brusquedad perdiendo de vista, entre la niebla, al dueño del vehículo que agitaba furioso los brazos.
“El antinieblas... ¿cómo puedo poner los faros en modo antiniebla? Um... -no recordaba el uso de todos aquellos botones-, me da la impresión de que en cualquier momento me voy a dar un castañazo de los grandes...”
Probé con una pequeña palanca a un lado del volante, y cuando volví a mirar hacia la carretera, me encontré con los limpiaparabrisas moviéndose de un lado a otro del cristal.
-¡Arghh!
No recordaba qué palanca era la que había accionado para poner en marcha aquella locura, así que probé con otra y vi cómo se encendía el intermitente. Fantástico. Paré los intermitentes y el limpiaparabrisas. Y seguí con mi búsqueda. Accioné un botón y dos chorros de agua comenzaron a mojar el parabrisas. Lo paré velozmente, pero el agua seguía enturbiando mi visión. Ahora no encontraba el limpiaparabrisas. Al fin lo encontré y después lo paré. Justo en el momento en el que pensaba que todo había acabado, una sombra enorme comenzó a dibujarse entre la niebla, justo delante mía. Me iba a estrellar...
¡Volantazo hacia la derecha para esquivarlo por los pelos! Y... oh... por lo visto ya no iba por la carretera. Frené bruscamente, y decidí probar a encontrar lo que quisiera que activara los faros antiniebla. Al rato lo encontré y me bajé para comprobar el terreno. Campo.
Monté de nuevo en el coche y, despacio, me acercó hacia la carretera. Al menos ahora veía un poco mejor. Seguí conduciendo en la dirección contraria hacia la que se movía la niebla y, de repente, se me ocurrió mirar el reloj. Mis sospechas eran ciertas. Ahora las agujas iban hacia atrás, a toda velocidad.
-Espero ser lo suficientemente mayor como para no rejuvenecer tanto, que dentro de cuatro días sea un bebé –mascullé, al comprender que si las agujas iban al revés, era porque estaba en una zona en la que la niebla rejuvenecía.
Y transcurrió el tiempo, hacia atrás, pero transcurrió, y cada vez me sentía más joven. En un momento determinado me percaté de que mis curvas comenzaban a desaparecer. Mal asunto. Cada vez mi cuerpo era más infantil. Aún tendría unos trece años, pero me di cuenta de que mi tamaño comenzaba a menguar, por lo que apenas descansé, sólo lo justo para comer, repostar y dar alguna cabezada...
Se acababa mi tiempo.
“El virus del tiempo. Así se ha catalogado a este problema que asola a prácticamente todo el mundo. Las autoridades nos piden que mantengamos la calma, no debemos preocuparnos. Los científicos aseguran que van a encontrar el motivo de esta niebla que envejece y rejuvenece, y aunque están desconcertados, aseguran que pronto encontrarán una solución. Hay hipótesis sobre la posibilidad de que el suceso tenga que ver con algún virus que se propaga en forma de niebla, creado artificialmente por alguna banda terrorista... En cualquier caso, recomiendan que no salgan a la calle, en la medida de lo posible, y que mantengan cerradas puertas y ventanas. Les mantendremos informados.”
La presentadora lucía un gran sombrero rojo chillón, y el maquillaje brillaba a la luz de los focos del plató. Aquella mujer pertenecía a un lugar donde la niebla envejecía. Sin duda. Había dicho que la niebla asolaba a prácticamente todo el mundo. ¿No a todo?
Aquello me llevó a una reflexión. La niebla se movía. ¿Y si había un punto de origen? En ese caso, se podría encontrar una solución a toda esta locura. Pero yo no podía esperar, una extraña fuerza me empujaba a salir en busca de una explicación. Me iba. Sin que nadie se diera cuenta, metí en una mochila lo necesario. En los informativos avisaban de que el efecto de la niebla era más potente cuando te expones a ella directamente, así que me cubrí bien, colocándome un pasamontañas, unas gafas de sol, unos guantes y un plumífero. Las plantas estaban muertas, y nadie pasaba por el lugar. Parecía que estuviese poblado por fantasmas. Todos se habían enterado ya. Caminé un rato sumida en mis pensamientos y entonces caí en la cuenta de algo: no tenía pistas para seguir ningún camino. Estaba perdida en medio de un montón de posibilidades, sin un punto de partida. Y pensé: “si la niebla se mueve hacia un lado, es porque viene del contrario.”
Y me puse en camino, dándome cuenta al instante de que andando no llegaría muy lejos. Yo no sabía conducir. Un caballo. Allí cerca estaban las cuadras de mi tío. No iba a ir mucho más rápido, pero algo aceleraría. Además, en cuanto encontrara otra manera, la usaría. Seguí desafiando a la niebla, y llegué a las cuadras. Solté un caballo, lo ensillé, me monté en él y galopé buscando el origen de todo aquello. Se me acababa el tiempo.
No podía verme, pero con toda seguridad, aparentaría al menos diecisiete años, cuando aquella mañana tenía catorce. Aquello era grave, para mí, y aún más para mi nueva montura, a la que cada vez notaba más cansada. Pero seguimos galopando. Quizás la esperanza de llegar a una zona donde la niebla nos rejuveneciera, y nos diera más tiempo, me dio fuerzas.
Pero ese momento no llegaba, y yo veía cómo el caballo, cansado y más viejo, ralentizaba la marcha, sin poder evitar que sus delgadas patas se doblaran. Y el momento que tanto temía, llegó pronto. Tan sólo llevábamos dos días de viaje, en los que sólo habíamos parado para comer y descansar un poco. Habían sido unos quince años más o menos para nuestros cuerpos. Y cuando recogí al animal ya debía tener diez, como mínimo.
El viejo corcel me miró como pidiendo perdón y después, con pasos cansados se acercó a un árbol y se tumbó ahí mismo, provocando mi caída. El pobre animal estaba muy débil. Le quité la silla y el resto de objetos, y lo dejé ahí. Tenía hierba, que aunque seca, le serviría para comer, así que viviría lo que le quedara con tranquilidad.
Toda la ropa que protegía mi cuerpo parecía haber reducido un poco los efectos de la niebla, así que en esos momentos debía tener la apariencia de unos veinticinco años. Preocupada, anduve hasta el pueblo más cercano, sin dejarme vencer por el cansancio, y me dirigí a un aparcamiento donde un hombre se acercaba a su coche. No había conducido nunca, pero, por suerte, había acompañado a mi madre mientras mi padre, pacientemente, le daba clases. Y a base de repetir, se me grabó en la memoria lo esencial. Suspiré. ¿Qué otra opción tenía? Era por el bien del mundo. Mi reloj de pulsera se movía frenéticamente. La aguja de los segundos era casi difícil de ver por su velocidad, pero sí se oía el rápido “tictactictactictactic...”, que indicaba que mi cuerpo estaba envejeciendo antinaturalmente rápido.
Así que corrí hacia el hombre y su coche, y cuando abrió la puerta, salté por detrás, le empujé para que cayera al suelo, cogí las llaves y me monté en el coche. Mientras el hombre se levantaba, cerré la puerta y eché el seguro. Él intentó romper el cristal, pero yo introduje las llaves en el contacto, arranqué, agarré el volante y apreté con fuerza el acelerador, pero, al no haber practicado, salí despedida con brusquedad perdiendo de vista, entre la niebla, al dueño del vehículo que agitaba furioso los brazos.
“El antinieblas... ¿cómo puedo poner los faros en modo antiniebla? Um... -no recordaba el uso de todos aquellos botones-, me da la impresión de que en cualquier momento me voy a dar un castañazo de los grandes...”
Probé con una pequeña palanca a un lado del volante, y cuando volví a mirar hacia la carretera, me encontré con los limpiaparabrisas moviéndose de un lado a otro del cristal.
-¡Arghh!
No recordaba qué palanca era la que había accionado para poner en marcha aquella locura, así que probé con otra y vi cómo se encendía el intermitente. Fantástico. Paré los intermitentes y el limpiaparabrisas. Y seguí con mi búsqueda. Accioné un botón y dos chorros de agua comenzaron a mojar el parabrisas. Lo paré velozmente, pero el agua seguía enturbiando mi visión. Ahora no encontraba el limpiaparabrisas. Al fin lo encontré y después lo paré. Justo en el momento en el que pensaba que todo había acabado, una sombra enorme comenzó a dibujarse entre la niebla, justo delante mía. Me iba a estrellar...
¡Volantazo hacia la derecha para esquivarlo por los pelos! Y... oh... por lo visto ya no iba por la carretera. Frené bruscamente, y decidí probar a encontrar lo que quisiera que activara los faros antiniebla. Al rato lo encontré y me bajé para comprobar el terreno. Campo.
Monté de nuevo en el coche y, despacio, me acercó hacia la carretera. Al menos ahora veía un poco mejor. Seguí conduciendo en la dirección contraria hacia la que se movía la niebla y, de repente, se me ocurrió mirar el reloj. Mis sospechas eran ciertas. Ahora las agujas iban hacia atrás, a toda velocidad.
-Espero ser lo suficientemente mayor como para no rejuvenecer tanto, que dentro de cuatro días sea un bebé –mascullé, al comprender que si las agujas iban al revés, era porque estaba en una zona en la que la niebla rejuvenecía.
Y transcurrió el tiempo, hacia atrás, pero transcurrió, y cada vez me sentía más joven. En un momento determinado me percaté de que mis curvas comenzaban a desaparecer. Mal asunto. Cada vez mi cuerpo era más infantil. Aún tendría unos trece años, pero me di cuenta de que mi tamaño comenzaba a menguar, por lo que apenas descansé, sólo lo justo para comer, repostar y dar alguna cabezada...
Se acababa mi tiempo.
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