martes, 8 de marzo de 2011

Capítulo I - La Niebla.

La Niebla del Tiempo.

Capítulo 1: La Niebla.

L
a niebla no me dejaba ver el otro lado de la carretera. La humedad se colaba por los poros de mi piel, entumeciendo mis músculos y calando mis huesos. Bufé y llamé al timbre de mi casa.
Me abrieron la verja. Suspiré. Como cada día, era hora de sonreír sin querer hacerlo. Era incapaz. La puerta de la casa se abriría en cualquier momento, y mi rostro aún mostraba abatimiento y dolor. Hice un esfuerzo y estiré las comisuras de mis labios para formar algo parecido a una sonrisa. Cada día era más difícil. Sabía que si mi madre notaba un resquicio de lo que yo sentía, me interrogaría, no me dejaría en paz. Y si sacaba algo no me consolaría, sino que me reñiría y me obligaría a hacer cosas que nunca he estado ni voy a estar dispuesta a hacer. Se abrió la puerta y yo mostré mi sonrisa falsa sin mirarle a los ojos.
-¡Hola Victoria!
-Hola mamá... ¡ya es viernes! –murmuré controlando mi voz para que no temblara, mientras balanceaba mi cuerpo hacia delante y hacia atrás.
-Sí. ¿Qué tal en el instituto? ¿Todo bien?
-Sí, claro -mi voz había sonado amarga. ¡No!-. Muy aburrido, como siempre –volví a sonreír y dejé la mochila en el recibidor. Pasé a la cocina, cogí mi comida y me senté a comer, sola.
-Ya no me cuentas nada. Antes me contabas cosas.
“¿Qué quieres que te cuente? –pensé- ¿Que mi mejor amiga está saliendo con el chico que me gusta desde hace un año? ¿O prefieres que te cuente que odio mi aspecto? ¡Ya sé! Esto es un bombazo, ¡me acabo de dar cuenta de que me voy a pasar la tarde estudiando! ¿Quieres que te cuente eso? Déjame...”
-Ya. Es que no hay mucho que contar –decidí hablar de alguna cosa sin importancia para disimular-. Bueno, la profesora de Plástica se ha roto la mano y está de baja. A parte de esto no hay nada interesante.
-Muy bien, pues si no me quieres contar nada más, me voy. ¡Ah! Y recuerda que estás castigada sin ordenador.
Asesiné una alubia descuartizándola con el tenedor, y pensé que lo que menos me apetecía en aquel momento era papilla de alubia. Saqué mi móvil del bolsillo y leí un letrerito que parpadeaba: “Batería baja”
Me acerqué al cargador e intenté meter el cable para empezar a cargar el aparato. No entraba. Miré el agujerito y descubrí... ¡Toma ya! Había algo, posiblemente del cable cargador, que se había quedado allí enganchado. Intenté sacarlo. No pude. Gruñí y me acerqué al plato donde yacía la alubia “muerta”. Decidí comer.
Y entonces lo vi. La niebla se movía como si de humo se tratara. Entrecerré los ojos y posé mi mano en el cristal.
“Tic, tac, tic, tac...”.El reloj sonaba más fuerte de lo habitual.
Observé el jardín. Nada raro. Los árboles presentaban el aspecto sano y vivo de siempre, al igual que la hierba. El agua de la piscina se movía levemente por el viento, un gato escarbaba en la tierra de debajo de un pino para... preferí no pensar para qué, y arrugué la nariz. Terminé de comer, cogí la mastodóntica mochila, que me daba el aspecto de una tortuga, y subí a mi habitación cerrando la puerta de un portazo.
-¡No des portazos, que te castigo!
Mi madre hacía ya rato que no aparecía. Suspiré y me dejé caer en la cama.
“Tic, tac, tic, tac...”
Me levanté extrañada y me acerqué al reloj. Sonaba mucho... Miré de nuevo por la ventana, la niebla se estaba densificando aún más. Contemplé el libro de matemáticas y apreté los puños. En vez de meterlo a presión por la taza del Wáter y tirar de la cadena, que es lo que más me apetecía hacer, suspiré y lo coloqué sobre la mesa de estudio, dispuesta a “divertirme” un rato haciendo... ¿Cómo se llamaba? ¡Ah sí! Operaciones con radicales. Saqué el resto de los materiales de mi mochila y me senté. Así pasé un rato “divertido”, en el que dedicaba mi escaso tiempo a hacer ejercicios siempre iguales. Aquello era chino...
Pasada una hora de estudio más o menos, yo ya estaba harta del reloj de las narices, y le quité las pilas. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que las agujas seguían moviéndose, y a buen ritmo. Aquello no eran segundos. Los segundos duran más. Pensativa, miré otra vez por la ventana, y dejé caer las pilas al suelo por la sorpresa. Los árboles. Sus hojas, que antes eran verdes y lustrosas, ahora eran marrones, secas y arrugadas. La hierba amarilla constató mi sospecha de que allí pasaba algo extraño.
-¡Mamá! –me di la vuelta y salí de mi habitación llamándola-. ¡Mamá! ¿Qué les pasa a los árboles?
Mi madre salió de su habitación, y la notaba desmejorada. Le habían salido más canas desde la última vez que la había visto, y tenía el pelo más largo.
-¿Qué te pasa a... ti? –le pregunté con un hilo de voz.
-A mí nada hija. ¿Qué es lo que te pasa a ti? Tienes el pelo más largo... –la cara de asombro de mi madre debía ser un reflejo de la mía.
Corrí al cuarto de baño y me miré en el espejo. En efecto, mis rasgos eran más afilados. Mi pelo, estaba tan despeinado como siempre, pero me llegaba hasta más de la mitad de la espalda. Salí del cuarto de baño en estado de shock profundo y me encontré a mi madre extrañada, mirándose en el espejo, con cara de pocos amigos. Definitivamente, a ella no le gustaba el cambio.
No encontraba ninguna explicación a lo que estaba sucediendo. Si no era un sueño, ni me había vuelto loca, algo muy extraño estaba ocurriendo, y ese algo se escapaba a la razón, y a las leyes de la naturaleza que yo conocía.
Me acerqué a mi móvil, bajo de batería, y decidí llamar a mi padre.
-¿Dígame?
-Hola papá.
-¡Ah! Hola hija. ¿Qué quieres? Estoy muy ocupado...
-Em... vale, ¿hay mucha niebla por la zona en la que estás?
-Espera un momento... sí, mucha, y muy densa. ¿Por qué lo preguntas?
-¿Se mueve?
-Claro, pero eso es porque hay viento y como la niebla son nubes... Hija si sólo me has llamado para hablarme del tiempo... en estos momentos están ocurriendo cosas muy extrañas en la sección de neonatos; resulta que todos los niños que han nacido hoy, han desaparecido inexplicablemente. Podría ser algún psicópata o algo así. No nos lo explicamos.
-Papá, mírate en algún espejo. ¿Has envejecido?
-¿Eh? Un... un momento, ¿de qué hablas?
-Tú mírate.
Se escucharon pasos mientras yo contenía la respiración. Y de repente, se oyó un golpe sordo. ¿Se había caído el móvil?
-¿Papá?
-Per... perdona –la voz de mi padre era ronca, así que carraspeo un par de veces-. Se me había... caído el móvil. No hija. No he envejecido.
-Ah... vale, lo siento por molestarte...
-He... rejuvenecido.

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