miércoles, 9 de marzo de 2011

Y se acabó...

Hasta aquí llega la historia. Espero que haya gustado a al que la haya leído. Y cuando llega a esta parte, le doy las gracias por haber pasado un tiempo compartiendo lo que yo sentía cuando escribí esto.

Dejad un comentario si os ha gustado, y acepto críticas. ¡Un saludo! ^^

martes, 8 de marzo de 2011

Epílogo - El Fin Para El Principio.


Epílogo: El Fin Para El Principio.

Al día siguiente, Tinken y yo partimos hacia la cueva donde él había encontrado la esfera. El Tiempo no sabía si funcionaría como las otras veces, pero íbamos a intentar darle años. Todos los necesarios.
No hablábamos ni nos mirábamos. El rostro de Ainka, mirando a Tinken desesperada, estaba grabado en mi memoria. Pero para mi sorpresa, ella también me había mirado a mí. No sólo le importaba él, le importábamos los dos. Lógicamente, el chico le producía más dolor, pero aún así sentía pena por mí. El alma de aquella chica era tan hermosa como su exterior.
Llegamos a la montaña, y la subimos. Desde arriba, Tinken observaba el valle. Su hogar. Yo sabía que quería llorar, pero no quería mostrar esa debilidad ante mí. Llegamos a la cueva, y Tinken me indicó que me apartara. Después tocó una esfera gris que reposaba en un altar de piedra, y cerró los ojos.
La cueva se iluminó, y yo, asombrada, retrocedí aún más. El cuerpo de Tinken desprendía un brillo azulado, que bajaba por su brazo, y desembocaba en la esfera, también iluminada. Finalmente, Tinken cayó al suelo, y el brillo tan sólo quedó en el objeto, que flotaba sobre el altar.
-¡Tinken! –grité.
-Tranquila, sólo he devuelto el Tiempo al cuerpo en el que le encontré –explicó levantándose-. Ahora nos dará instrucciones y... lo intentaremos.
-¡Oh! Vale... –asentí, y sin poder evitarlo corrí hacia él y le abracé. Me refugié en su pecho, como si aquel lugar fuera el más seguro del mundo.
Él me abrazó también, y tras separarme suavemente pero con contundencia, me dio la mano y miró hacia el Tiempo.
-Tinken, Victoria, ha llegado el momento de intentarlo. Debéis acercaros y tocar la esfera. Yo absorberé vuestra esencia y entraréis en una especie de trance. Vuestros cuerpos estarán aquí, pero vosotros estaréis dentro de la esfera, conmigo. Allí, sabréis lo qué tenéis que hacer y decidiréis si queréis hacerlo. Adelante –la voz resonó en la caverna, produciendo ecos, y nosotros miramos hacia la luz del exterior, que posiblemente no volveríamos a ver.
Nos aproximamos a ella, y lanzándonos una última mirada, tocamos el objeto al mismo tiempo.
Una sensación de succión recorrió mi cuerpo entero, hacia el brazo con el que había tocado la esfera. Mi visión se nubló, los sonidos de los pájaros cantando comenzaron a desaparecer, dejé de sentir la brisa de la boca de la cueva... al final todo se volvió negro y silencioso, hasta que sentí que un remolino me absorbía, un remolino azul, y me dejé llevar por él. Aparecí en un lugar sin paredes ni techo... ni nada. No había límites. Tan sólo una forma incorpórea, similar a una aurora boreal de color azul. Me di cuenta de que yo era una simple línea ondulada de color blanco, y a mi lado, había una un poco más grande. Supuse que era Tinken, y que la aurora boreal era Tiempo.
-Hola a los dos. Ya estáis dentro de la esfera. Vuestros cuerpos son tan pequeños porque habéis vivido muy poco. Mi cuerpo es así de grande porque existo desde el principio de todo. Tinken, a ti te quedan sesenta años de vida, Victoria, a ti te quedan ochenta y dos. Según mis cálculos necesito ciento diez años para curarme.
Asustada, me di cuenta de que si repartíamos, me quedarían tan sólo veintisiete años, y a Tinken cinco. Sólo cinco años.

Y en este mismo instante, me encuentro asimilando, recordando, decidiendo...
Recuerdo mi vida, con sueños, con metas... pero con tropiezos y desamores. Recuerdo mi decisión de luchar, de seguir adelante y de llegar a ser alguien. Recuerdo a mi familia y a mis amigos, los recuerdo a todos.
Recuerdo la mirada de Ainka. Recuerdo la aldea de Tinken. Recuerdo las palabras del sabio. Nosotros teníamos que decidir...
Puedo decidir quitarme cincuenta y cinco años, y que me queden veintisiete para vivir. Es poco tiempo para una vida entera. Pero lo suficiente para saborearla y lograr algo. Pero en ese caso a Tinken sólo le quedarían cinco. Y yo no le puedo hacer esto, ni a él ni a Ainka. Estoy pensando que podríamos repartir, de manera que a ambos nos quede el mismo tiempo, dieciséis años. Pero aún así, pienso en un posible hijo que Tinken y Ainka querrían engendrar. Se quedaría sin padre muy pronto. Ambos moriríamos muy pronto. En mi mente se definen dos opciones:
1ª-Le doy toda mi vida, y de esta manera a él le quedarían treinta y dos.
2ª-Repartimos como creamos conveniente.
Quiero usar la segunda opción, pero no soy capaz. Decido intentar hablar, quiero preguntarle algo al Tiempo.
-Tiempo –lo pienso con intensidad y mi voz se oye-. ¿No hay ninguna manera de entregar más años de los que te quedan de vida?
-Bueno... sí, sí la hay. Puedes entregar los años que has vivido. Pero nadie te recordará, sería como si tú nunca hubieras nacido. Esos años se multiplican por dos, pues al haberlos vivido, los dotas de características especiales que aumentan el tiempo que significan. Es complicado para una mente humana.
-Tiempo... ¿Hay algo después de la muerte? –si tomo la decisión de dar toda mi vida, Tinken no verá su tiempo reducido en absoluto. Ni sufrirá por mí, porque no me recordará. No habré existido.
-Eso es algo que desconozco, pero lo dudo. Mi vida es una semirrecta. Tiene principio, pero no tiene fin. Sin embargo, esta alteración o enfermedad podría convertirla en un segmento. Las vidas de los humanos son segmentos. Tienen un principio y un final definidos. Estáis vivos porque tenéis tiempo. Si ese tiempo se agota, dejáis de existir. Yo soy la que os da un tiempo para que viváis. Si yo desaparezco, todos los segmentos que he creado desaparecerán también.
-Victoria, no quiero saber en qué estás pensando, pero vete quitándotelo de la cabeza. Repartiremos el tiempo. ¿Vale?
-No. En esto no sólo entras tú. Entráis tú y Ainka. No sé por qué voy a hacer esto, no me lo preguntes, porque yo no quiero hacerlo. Tengo miedo.
Y pienso. ¿Qué me queda? Tengo sueños, sí, tengo ambiciones, ideas... Amo a la vida, y quiero vivirla. Pero antes o después, se apagará. Si repartiésemos los años de la única manera que pienso hacerlo, me quedarían tan sólo dieciséis. No son suficientes para nada. Para nada de lo que quiero. Sí, es posible que me diera tiempo a conseguir mis sueños, y a tener hijos. Pero los dejaría huérfanos demasiado pronto, y haría sufrir a personas que no se lo merecen. No. Si le entregase mi vida entera, y dejara vivo mi recuerdo, algunas personas sufrirían por mí. Puedo dar mi vida, y borrar mi existencia. Nadie sufrirá. Nadie saldrá perjudicado. Tinken vivirá toda su vida, y mi familia también. Todos.
-He tomado una decisión.
Si fuera humana, lloraría. Lloraría de angustia, de miedo... pero prefiero no pensar, porque me voy a echar atrás. Y eso es algo que no quiero hacer. He reflexionado con frialdad, y sé cuál es la mejor opción.
-Por favor Victoria, no lo hagas.
-No vas a sufrir Tinken, ni siquiera me recordarás. Vivirás toda tu vida, como si esto nunca hubiera ocurrido, y serás feliz junto a Ainka.
-Victoria, ¡no!
-Tiempo, quítame los ochenta y dos años que me quedan, y los catorce multiplicados por dos, que he vivido. Son en total ciento diez años. Lo que necesitas.
-¿Estás segura de tu decisión? Es algo irreversible.
-Sí, estoy segura –en cuanto pronuncio la última letra, me siento incapaz de hablar. Si respirara lo haría entrecortadamente, y mi corazón palpitaría a toda velocidad. Si tuviera ojos lloraría. Si tuviera boca gritaría... Pero no hago nada. Soy un segmento, que no muestra sus emociones. Quiero dejar de pensar ya. Quiero morir ya. Que todo se acabe.
-¡Victoria! ¡Victoria! ¡No! ¡No lo hagas por favor! ¡No lo hagas!
Tinken sigue llamándome. Pero lo único que hace es hacerlo más difícil. Quiero responderle que le quiero. Quiero decirle que le deseo lo mejor. También me gustaría decirle que no me olvide, pero eso es algo inevitable. No digo nada. No soy capaz.
-Muy bien, Victoria. Si has cambiado de opinión dímelo, o empezaré el proceso.
No hablo. No digo nada. Dejo que Tinken grite y suplique. Y escucho la voz del Tiempo. Es una cuenta atrás.
-Tres...
Quiero gritar que no lo haga.
-Dos...
Si tuviera corazón me habría dado un infarto hacía rato.
-Uno...
Reprimo con todas mis fuerzas el impulso de gritarle que pare, que no quiero hacerlo.
-Cero…
Comienza el proceso.
-¡No! ¡Tiempo, para! ¡No, lo hagas! ¡No tiene que ser así! Somos dos personas para repartir el tiempo que nos queda. ¡Para! –Tinken no parece dispuesto a aceptarlo.
-Ella ha tomado una decisión. He iniciado el proceso. Le quedan ochenta años de vida en este mismo instante.
-¡No estoy de acuerdo!
-Setenta y cinco...
Recuerdo mi nacimiento, mi familia, mis amigos, mis sueños... todo se va a acabar... va a desaparecer.
No siento nada. Pero quiero que acabe... que acabe... Pienso en aquel día en el que la niebla se movía. Allí empezó todo.
-Sesenta y cinco...
El caballo, el coche... Simples peones en aquella última aventura.
-Cincuenta y cinco...
Tinken, el valle, aquel lugar maravilloso... los unicornios y los dragones... Me habría gustado ver un dragón.
-Cuarenta y cinco...
Ainka, el estanque y su aroma. La paz que me invadió... y pensar que había sido ayer...
-Treinta y cinco...
El chico que me gustaba y mi mejor amiga sonriendo junto a él. Un problema lejano, sin importancia alguna para mí en este momento.
-Veinticinco...
-Tinken, quiero que sepas que te quiero, que tú y Ainka os merecéis lo mejor, y que os deseo una vida muy feliz –no sé cómo me ha podido salir la voz.
-Quince...
-Victoria... Victoria... ¿Por qué? Yo quiero que sepas que aunque no te recuerde, en mi corazón siempre habrá un sitio reservado para ti. No sé cómo decirte lo que pienso... no sé expresarlo... yo también te quiero. No puedo...
-Cinco...
-Gracias Tinken, gracias por todo. Se feliz, por mí –recuerdo todo de golpe y observo el filamento que es Tinken. Para mí es el fin. Para él, el principio…

Capítulo V - La Llegada.


Capítulo 5: La Llegada.

P
asamos por un estanque, en el que nadaban unas criaturas de ojos saltones, y de un color azul oscuro, bastante vistoso. Vi mi reflejo. Tenía unos once años, lo cual no me hizo gracia en absoluto.
-Tinken...
-¿Sí?
-Yo tengo catorce años. Pero en estos momentos parece que tengo once. ¿Cómo puedo arreglarlo?
-Em... Oye, Tiempo ¿estás ahí?
Creía que era una broma y me iba a echar a reír, pero entonces me di cuenta de su seriedad, y comprendí que de alguna manera, lo de llamar al tiempo iba en serio.
-Hola Victoria.
-¿Hola, Tinken? ¿Por qué me dices hola?
-Soy Tiempo, estoy en el cuerpo del chico. Veo que has sufrido los efectos de mi problema. Has rejuvenecido. Estoy enfermo. Poco a poco mi poder para mantener el orden del tiempo se va agotando. Y hay pocas maneras de solucionarlo. Nunca me había pasado de una forma tan fuerte y peligrosa. No tengo fuerza para controlar el mundo, excepto aquí, donde hay mucha energía, de esa que es comparada con la magia. Tan sólo en el valle mantengo mi poder, y por lo tanto, tan sólo en él el tiempo transcurre con normalidad. Pero si desaparezco, todo el mundo sufrirá ese mal que tú has visto, y antes o después, todos desaparecerán sin remedio.
-¿Y cómo podemos curarte?
-Si lo supiera, probablemente no estaríais aquí.
-Pero... ¿qué vamos a hacer? ¿Por dónde empezamos?
-Estoy en el cuerpo de Tinken para ayudaros cuando pueda, pero eso es algo en lo que no puedo contribuir. Lo siento. Por ahora te devolveré tu verdadera apariencia, de catorce años. Ahora me callaré y me retiraré al interior de la conciencia del joven. Si me necesitáis, llamadme.
Me quedé sorprendida, mientras una sensación creciente de angustia por aquella responsabilidad, invadía mi estómago. Había vuelto mi físico original, pero el problema seguía allí.
-Tinken... –murmuré.
-¿Qué?
-Eres tú, ¿no?
-Sí.
-¿Qué vamos a hacer?
-Seguir el curso del... tiempo –sonrió, como si aquella broma fácil hubiera sido la más ocurrente del mundo. Pero yo no sonreí. No tenía ninguna gana de hacerlo.
Él también estaba perdido. No sabía cuando, cómo, ni por dónde empezar. Me llevó a su poblado. Era extraño. Las casas, construidas de madera y piedras, no parecían las de unos indígenas. Yo pensaba que serían chozas, como las de los indios. Pero se acercaban más a cabañas. Las ventanas, eran agujeros en las paredes, sin ningún tipo de material que las cubriera. El techo, formado por ramas y hojas, tenía forma plana. ¿Allí no llovía? ¿Ni hacía frío? Me di cuenta de que las cosas extrañas empezaban a asombrarme menos que antes. Quizás me estaba acostumbrando.
Sin embargo, había una cosa a la que no me había acostumbrado. Lo habría preferido. Llegamos a su casa. Él entró sonriente y abrazó a una muchacha de cabello largo, rubio y ondulado. Sus ojos miel le observaban de una manera... que me produjo un horrible presentimiento. Era menuda, de nariz recta y sonrisa perfecta, con la piel que caracterizaba a todos los de allí; un poco morena.
-Tinken, te he echado de menos –dijo mientras estrujaba su perfecta cara contra el tórax desnudo de él.
-Y yo a ti Ainka, y yo a ti –respondió mientras acariciaba su perfecto cabello. Desenredado, brillante, sedoso... Miré de reojo uno de mis encrespados rizos, y gruñí. ¿Es que allí, en medio de la nada, tenían champús y suavizantes?
-Am... Victoria, esta es Ainka, mi... Almar... ¿Cómo lo llamarías vosotros? Um... Novia. Sí, es el mejor equivalente.
-Encantada –sonreí sin separar los dientes, pero repitiendo mi ensayada sonrisa falsa. En aquel instante, en el que los celos me invadieron, comprendí que me había vuelto a enamorar. Pero por lo visto, cada vez que me enamoro, me llevo un hachazo de los grandes. Y recordé. Recordé a aquel chico que me había roto el corazón una y otra vez. Recordé su rostro mirando a mi amiga. Recordé su mirada. Y gemí. Se repetía. Todo aquel tormento que parecía acabado, había regresado con fuerza.
-¿Te ocurre algo? –preguntó él, preocupado.
-No... es que... creo que me he clavado algo en el pie. Voy afuera... a quitármelo... –Retrocedí sonriendo y trastabillando y salí de allí. Me acerqué a un árbol cercano y me acurruqué en sus raíces, sollozando sin poder evitarlo. Sí que se me había clavado algo. Pero no en el pie, sino en el corazón.
Volví a la cabaña al rato. Allí estaban ellos dos, hablando y riendo.
-¿Te has quitado lo que tenías en el pie? –me preguntó interesada ella.
-¿En el pie? Ah sí, jeje... sí, tenía una espina, pero ya está –no me acordaba de mi escusa.
-Ah, vale, antes no hemos tenido tiempo de hablar. Ven, siéntate con nosotros –propuso la joven. Cuando me coloqué junto a ellos, ella me abrazó, sonriente-. Me alegro de conocerte... Victoria. Tienes un nombre muy raro, ¿sabes?
-Claro, ahora soy yo la rara y la que tiene un nombre raro... –mascullé.
-¿Disculpa? –no me había entendido.
-Digo, que mi nombre es muy raro, sí –aquella situación era extremadamente incómoda.
-A Victoria se le pasó por la cabeza la idea de montar en unicornio –relató Tinken, riendo, sin dejar de mirar a Ainka.
-¿De veras? –preguntó ella. Después empezó a reírse de una manera tan cristalina y musical, que hasta yo me quedé mirándola embobada. ¿Un ser humano era capaz de emitir unos sonidos tan perfectos?- Bueno, supongo que al ser un animal tan bello, es natural que quiera montarlo. -rió un poco más, y después suspiró-. Estoy muy preocupada por ti y por Tinken, la misión que tenéis entre manos es tan importante... Ojalá lo consigáis... pobrecillos. Es una carga tan grande...
-Oye, me estoy dando cuenta de que llevo unos cuantos días sin dormir... creo que necesito descansar –dije, intentando escabullirme. Aunque era cierto que estaba agotada.
-¡Oh! Tinken tiene que ir a hablar con los sabios... y se supone que tú también, pero creo que lo mejor será que te quedes descansando. Lo necesitas... pareces agotada. Yo te cuidaré. –Sonrió. Oh vaya... no me iba a librar de ella ni en sueños. Y nunca mejor dicho. Sonreí y asentí.
-Muy bien, se lo explicaré a los sabios –dijo él, sin mirarme ni una vez.
“Aparta la vista, que se te van a secar los ojos... –pensé indignada.”
Ainka me arrullaba como si yo fuera una niña pequeña. Ya metida en el lecho, fabricado con unas plantas elásticas que sólo crecían allí, ella me acariciaba el pelo. No me lo había lavado desde que había salido de casa. Debía estar sucísimo.
-Cerca de aquí hay un estanque, en el que el agua limpia tu cuerpo... Si quieres podrías ir a bañarte.
-Supongo que sí, hace mucho que no me baño ni me ducho... –dije apurada.
-Vale, pero ahora duerme.
Y empezó a cantar. Cerré los ojos y dentro de mi cabeza comenzaron a formarse imágenes:
Eran los unicornios, que corrían por el bosque, hermosos, como siempre. Otras criaturillas se asomaban para mirarles, y después seguían con sus trabajos. Tinken reía, y corría sin rumbo, feliz. Pero entonces todo se nublaba. Vi otra vez a los unicornios, pero ahora envejecían, y perdían su belleza y su brillo. Les vi morir, les vi relinchar de pánico... Y el resto del bosque comenzó a envejecer también. Todos morían. Tinken, ya anciano y tirado en el suelo, se arrastró hacia mí, y me miró a los ojos para después decir:
-¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? Es por tu culpa... –y después, el brillo de sus ojos vidriosos se apagó.
Me desperté gritando, y al darme cuenta de que Ainka se acercaba a mí presurosa y me abrazaba, comencé a tranquilizarme. Había sido una pesadilla. Aunque parecía algo más. A mi mente llegaron estas interpretaciones:
-Podía ser un aviso de que se acababa el tiempo.
-Una simple visión de lo qué ocurriría si no lograba solucionarlo.
-Una posible pista. Aunque yo allí no encontraba nada que me indicara qué hacer.
Jadeante, por el pánico que había sufrido, abracé a Ainka, que susurraba:
-Tranquila, ya has despertado, tranquila...
-Creo que me vendrá bien ese baño –propuse, intentando encontrar la manera de olvidar lo vivido.
-De acuerdo. Vamos.
La chica me guió, hasta llegar a un precioso estanque que parecía salido de los cuentos de hadas. Unas flores de vistosos colores y maravillosos aromas, flotaban por su superficie. Las ramas de los árboles, rozaban el agua suavemente, y de vez en cuando, depositaban sus verdes hojas en ella.
Comencé a sentir que mi alma se liberaba de un peso y me quité la ropa para sumergirme en el estanque cristalino. La sensación fue maravillosa. Ainka me acompañó. La paz que inundaba nuestras almas era, sin duda, un sentimiento tan hermoso como los unicornios.
Al rato volvimos a la aldea. Mi pelo, ahora perfectamente peinado y aromatizado, decoraba mi espalda. Y yo me sentía más limpia que nunca. Feliz, y olvidando mis problemas, me dirigí hacia la casa de Tinken. Allí estaba él.
-Veo que os habéis bañado en el estanque. Me alegro. Es algo que te sentará bien, Victoria –parecía desanimado, hundido...
Y todo volvió al verle. Mi sueño, el desamor, y sobre todo, la carga que teníamos sobre los hombros.
Me llevó a hablar con los sabios, que me estaban esperando.
-Hola Victoria –dijo uno de ellos. Tendría treinta años, pero todos los demás, más viejos o más jóvenes, estaban situados a su alrededor y le miraban con respeto. Comprendí que el líder de los sabios, no se medía por su edad, sino por su inteligencia-. Somos los sabios. Creemos que hay ciertas cosas que te podrían ayudar a encontrar la cura del Tiempo. Antiguamente, en varias ocasiones, el Tiempo ha estado enfermo. Pero ahora, es mucho más grave. En las demás ocasiones, la niebla simplemente cubría algunas zonas de la tierra, prácticamente deshabitadas, y sus efectos no eran tan devastadores. En las anteriores ocasiones, la cura, oficiada por la persona que acudiera a la llamada de la esfera del tiempo, aunque fuera involuntariamente, era donar tiempo. O dicho de otra manera, darle al Tiempo una cantidad determinada de años de su vida, acortándola. No solían ser muchos, cinco, a lo sumo. Pero en esta ocasión no sabemos qué es lo necesario. No sabemos por qué son necesarias dos personas, ni siquiera el Tiempo lo sabe.
Me quedé pensando. Aquello quería decir que hacía falta mucho tiempo. No sonaba muy bien. Levanté la cabeza y me encontré con los ojos negros rasgados del sabio. Estaba serio. Asintió, y se quedó allí quieto. No se oía ni una mosca. Miré a Tinken, busqué su mirada. Pero él no me la devolvió. Miraba el suelo, mientras Ainka le observaba aterrada. La chica negó con la cabeza y salió de la tienda. Estaba pálida. Su brillante piel morena mostraba el tono de la arena.
La chica se dejó caer de rodillas una vez fuera, y sucumbió al llanto. Ahora yo me arrodillé junto a ella y la abracé.
Ainka abrió la boca para decir algo, pero no fue capaz. Así que simplemente me abrazó con fuerza. Con toda la fuerza que tenía.
Dentro de mi mente, se formaban ideas. Eran posibilidades. Pero para mi sorpresa, no estaba pensando en cómo arreglar mi problema, sino en cómo arreglar el de Ainka y el de Tinken. Pero no sabía cuántos años hacían falta. Y entonces salió Tinken y me apartó suavemente de Ainka, para cogerla entre sus brazos y besarla tiernamente. Mi alma rugió, pero no de envidia; de dolor.

Capítulo IV - El Encuentro.


Capítulo 4: El Encuentro.

A
parqué en el arcén. Estaba agotada. El paisaje no había cambiado; niebla, niebla, por detrás niebla, por encima niebla, por delante niebla, ¡sólo niebla! La angustia atenazaba mi corazón, que latía ahora en un cuerpo más pequeño que antes. Estaba menguando. Ya debía tener doce años como mucho. Acaricié el capó del vehículo y respiré hondo, llenando de humedad mis pulmones. Me quedaría un día y medio aproximadamente. Tenía miedo. El ambiente apestaba a fracaso, al final de mi vida y de aquella desastrosa aventura.
Y entonces oí un ruido entre unos arbustos cercanos que yo no veía. ¿Un animal o un humano?
-¿Hola? –dije con decisión. No tenía miedo de lo que fuera que me acechaba. ¿Qué más me podía pasar?
Nadie respondió. Decidí acercarme a los arbustos. Examiné sus jóvenes hojas, y me di cuenta de que no eran arbustos. No pude evitar soltar una risotada. Lo que antes eran grandes árboles que servían de separación entre la carretera y la acera, ahora eran unos pequeños arbustitos ridículos, que pronto quedarían reducidos a semillas.
Pero la idea de que alguien había pasado por allí, y no me había respondido, llenó mi mente.
-¡Hola! ¿Hay alguien por ahí? ¡Por favor, responda!
-Hola –una voz masculina, de un chico joven, me había respondido. Me acerqué hacia el sonido de su voz, y cuándo le vi, tuve que luchar para que mi corazón no se me saliera por la boca. Era un joven de aspecto fiero. Llevaba unos sencillos pantalones y el musculoso torso al descubierto, con extrañas pinturas decorándolo. Su pelo, negro azabache, ondeaba al viento, y sus ojos, negros también, se clavaban en los míos.
-¿Qui... quién eres?
-Soy Tinken. Vengo a buscarte desde un lugar distinto. He llegado directamente, sin viajar, pero no es necesario que tú sepas el por qué. Lo único que tienes que hacer es obedecer, traigo la cura de vuestro problema.
Me sorprendió el pronunciado tono de antipatía y sequedad que mostró hacia mí y me quedé bastante cortada.
-¿Qué quieres exactamente de mí? –respondí.
-Que vengas conmigo, y que lo que van a ver tus ojos no se lo reveles a nadie. Pase lo que pase, nadie debe conocer nada de tu historia. Ni siquiera deben saber nada de mi existencia.
-No lo entiendo.
-Ese es tu problema, no el mío. Agarra mi mano.
-¿Qué te coja la mano? ¿Pero tú de qué vas? Primero me tratas fatal y después me quieres coger de la mano, y quieres que te obedezca para hacer desaparecer la niebla. ¿Cómo sé yo que es verdad?
-Mira, vengo de un lugar lejano en el que las cosas son muy diferentes. Y tienes que agarrarte a mi mano para que podamos regresar.
-¿Cómo, volando?
Tinken gruñó exasperado y me agarró con fuerza la mano. Después cerró los ojos y dejó que el Tiempo actuara y nos guiara por la barrera en la que el tiempo se detiene, hasta el valle.
El mundo había cambiado. Abrí los ojos con sorpresa cuando vi ante mí una frondosa selva situada en un valle entre escarpadas montañas. No había niebla.
-¿Dónde estamos, si se puede saber? –pregunté con fastidio. Últimamente las cosas estaban empezando a ser muy raras.
No me contestó. Sin mudar el gesto comenzó a bajar de la montaña en la que habíamos aparecido.
-Cuidado, hay dragones por aquí. Si te acercas demasiado a sus cuevas, podrían atacarte.
-¿Qué? ¿Qué has dicho? Ya está, esto es un sueño o me he vuelto loca. Nada tiene sentido.
-Baja y calla.
Bajé y callé. Al fin y al cabo, de los sueños se despierta. Aquello no podía durar mucho más.
Llegamos abajo, y le seguí mansamente entre los árboles.
-¿De verdad que nunca habías visto un dragón? –inquirió de repente burlón.
-Sí, pero en dibujos, y en películas. Los dragones no existen.
-¿Y los unicornios?
-Qué tontería. Tampoco.
-Eres irritante niña, pero me diviertes. Um... ahora vas a ver algo... que no se toca. ¿De acuerdo?
-Bien.
Seguimos caminando un poco hasta llegar a un claro, donde él me detuvo con la mano, aún entre los árboles. Unos cuantos caballos inmaculadamente blancos descansaban en él. Observé a uno detenidamente. Su piel brillaba ligeramente al sol, y al girar la cabeza, sus crines rubias ondeaban al viento. Era una criatura preciosa. Mis ojos nunca habían visto nada así. Y su cuerno... no podía separar la mirada de su cuer...
-¡Arg! ¿Qué es eso? No puede ser...
-Eso es un unicornio. Y habla más bajo. No son fáciles de ver desde una perspectiva tan buena, y si se dan cuenta de nuestra presencia, se irán.
-Oye... ¿Cómo puedo despertarme? Me parece que no tengo ganas de seguir soñando, o por lo menos no de una manera tan real.
Tinken me pegó en la frente con la palma de la mano, y yo, desequilibrada, hice unos... ¿graciosos? malabarismos con el cuerpo, y caí pesadamente al suelo.
-¡Auch! –me quejé palpando mi frente y mi cuerpo dolorido-. ¿Por qué me has pegado?
-Mi gente y yo lo hacemos cuando queremos asegurarnos de estar despiertos. Si te duele estás despierta. Si no, estás dormida.
-Hombre, muy gracioso. Pero donde vivo yo, y en el resto del mundo, nos pellizcamos suavemente para lo mismo. Y yo precisamente lo prefiero. –Le taladré con la mirada y me froté de nuevo la frente. Me levanté y observé de nuevo a aquellas criaturas sobre las que se habían escrito tantísimas leyendas.
-Tinken... ¿dónde estamos? ¿Qué más criaturas hay por aquí?
-Muchas. Hay gran cantidad de especies: los unicornios son los más hermosos, los dragones los más poderosos, los chinquimpunks los más tiernos, los trolls los más malvados, las hadas las más traviesas... los pingarines los más nada... prácticamente todas las especies destacan por alguna capacidad, pero los pingarines no. Son unas criaturas bajitas y redondeadas, bastante feas, pero no más que los trolls, y bastante fuertes, pero ni de lejos tanto como los dragones. Viven bajo tierra, y rara vez son vistos. Odian al resto de las criaturas.
-Mira Tinken, te parecerá exasperante, pero me cuesta creerte.
-¿Y esos unicornios los he pintado yo sobre la hierba? Eres increíble.
Gruñí, intentando creer lo que veía, pero suponiendo en el fondo que me había vuelto loca, y disfruté de la absoluta belleza de aquellos animales tan puros.
-¿Se puede montar en unicornio? –pregunté esperanzada. Pero la risotada que soltó él me robó la sonrisa de la cara. El chico cayó al suelo riendo, y finalmente, secándose las lágrimas y soltando alguna risilla de vez en cuando, me dijo:
-El unicornio es el ser más orgulloso del mundo con diferencia. Apenas se tocan entre ellos y odian el contacto con cualquier animal. A parte de eso, tu cuerpo sufriría una potente descarga con sólo rozarlo. Es la... para que tú lo entiendas, vamos a decir que es magia. Un unicornio está compuesto de agua, carne, piel, pelo, músculos, huesos... pero su componente más importante es la magia. Desprenden magia. Si te sentaras encima de él, la descarga sería tal, que tu cuerpo reventaría. Los humanos no podemos absorber esa energía.
-¿Como la madera con la electricidad? ¿Que no la absorbe?
-¿Electricidad? No sé lo qué es eso, pero supongo que sí. En fin, tenemos algo que hacer, el mundo está en peligro, y nos ha tocado salvarlo. Vamos.
Había cambiado. Estaba de mejor humor, y su rostro, antes pétreo, ahora sonreía. Pese a que en mi cuerpo se albergaba la incredulidad, mantenida por la racionalidad, me empezó a gustar aquello. Todo era hermoso y salvaje. Pero tenía dudas y miedo. Debía enfrentarme a mi destino.

Capítulo III - La Esfera.


Capítulo 3: La Esfera.
T
inken nunca había visto una ciudad. Ni siquiera sabía que existían. Vivía en un lugar remoto de nuestro planeta, donde la civilización no ha estado, ni debe estar. Pero no es sólo porque no lo hayamos descubierto, sino porque hay cosas que nos impiden verlo o entrar en él.
En aquel lugar, un inmenso valle en medio de montañas y bosques, vivían unos humanos de piel oscura y curtida. Casi todos tenían el pelo negro, largo, suelto y salvaje. Los hombres vestían algo similar a los pantalones, y llevaban siempre el torso descubierto. Los niños, en medio del pecho, tenían dibujado un círculo blanco, que señalaba que aún eran niños en periodo de aprendizaje. Los jóvenes, tenían diversas pinturas, que aclaraban para qué se estaban formando. Los que iban a ser sabios, tenían dibujado un rombo rojo sobre una línea negra, los guerreros, una línea blanca, sobre una espiral negra y roja, sobre la línea negra obligatoria. Finalmente, los mayores, a partir de los dieciocho, mostraban el mismo símbolo de los aprendices, exceptuando la raya negra.
Las mujeres siempre llevaban una falda hasta las rodillas y un top, y de la misma manera que los hombres, los símbolos grabados en el vientre.
Tinken portaba el símbolo de los aprendices de guerrero, pero prácticamente no le era necesario, pues su pronunciada musculatura hablaba por él. Tenía rasgos afilados, que contrastaban con su dulce sonrisa y sus rasgados ojos, cálidos y amables. Aquel día, cumplía los dieciséis años y, por lo tanto, debía subir a la montaña más alta del valle y capturar a un dragón, sin matarlo ni hacerle daño. Sí, habéis leído bien, un dragón de escama y hueso. En el valle, existían algunas criaturas como lo dragones o unicornios, a los que nosotros hemos atribuido diferentes leyendas, posiblemente porque salieron del valle en un descuido, y alguien les vio. Los guerreros no luchaban como nosotros pensamos que lo hace un guerrero indígena, luchaban para defender a las criaturas y evitar que nadie entrara en el valle o que ninguna de ellas saliera. Los sabios sabían que nosotros existimos, y que si encontráramos a alguno de aquellos seres, no descansaríamos hasta encontrar más, o en otras palabras, hasta encontrar el valle. Y los “hechizos” no son capaces de detener a toda la humanidad.
Tinken subió la montaña sin dificultad. Conocía bien los puntos débiles de los dragones o cómo atraparlos. Y aquello era algo que tendría que hacer si quería ser un guerrero. Capturar dragones que se acercaran demasiado a los límites del lugar. Buscó una cueva que desprendiera aquel ligero brillo, que les caracterizaba, y la encontró... pero... aquel resplandor no era naranja, era azul. ¿Un unicornio? No, los unicornios no suben a las montañas... ¿Entonces, qué podría ser?
Entró en la cueva vigilante. Tenía miedo, pero sabía que un auténtico guerrero no teme a nada, excepto al fin de la seguridad del valle. Al llegar a una parte profunda de la cueva, encontró una brillante esfera azul, que parpadeaba ligeramente. La observó extrañado. ¿Una esfera azul que brillaba tanto? ¿Por qué nadie la había visto nunca? Iba a salir de allí para avisar a los sabios, cuando la esfera gimió. Había pensado que podía ser una piedra... ¿pero las piedras gimen? Se acercó al objeto, con curiosidad, respeto y temor. Y entonces hizo algo de lo que se arrepentiría bastante luego; la tocó. La luz de la esfera reaccionó enroscándose en su brazo y subiendo por él, hasta cubrirle el cuerpo entero. Segundos después, mientras Tinken gritaba de dolor, la luz desapareció.
“Hola Tinken, soy Tiempo. Estoy enfermo y no sé por qué. Yo domino el tiempo del mundo entero, más allá de vuestro valle. Mi poder ha menguado, y no soy capaz de trabajar fuera del valle. Allí una niebla espesa lo cubre todo, y los humanos envejecen y rejuvenecen a mucha velocidad. Si yo desaparezco, el valle también tendrá este problema, y todos los humanos morirán tarde o temprano. Yo no puedo hacer nada, necesito la ayuda de dos humanos. El destino ha decidido que uno debe ser del exterior y otro de aquí. Tú has venido, y ahora eres el encargado de encontrar al otro humano y salvarme.”
La voz había hablado en su mente, suavemente y con claridad. Tinken se quedó quieto un momento y luego fue a buscar a los sabios. Ellos sabrían qué hacer.
Durante el trayecto, la voz no le dijo absolutamente nada. Tinken estaba preocupado. Aquello le daba muy mala espina. Cuando les contó los acontecimientos a los sabios, ellos se miraron preocupados mientras examinaban a Tinken. Y entonces, uno de ellos dijo:
-Tiempo, conocemos tus leyendas y tu historia. Dinos qué mal te corroe y haremos lo posible por arreglarlo, tal y como hicieron nuestros antepasados.
El chico iba a explicar que sólo él le oía, cuando sintió una extraña fuerza que provenía de su interior, como si intentara salirle por la boca, o de no ser posible, reventarle el pecho.
-Hola sabios. El mal que me acecha, es más peligroso que todo lo que me ha ocurrido a lo largo de mi infinita vida. Vosotros sabéis que ni siquiera yo conozco mis orígenes. Soy un alma que necesita un cuerpo para ordenar el tiempo. Pero en ocasiones pierdo poder, por una cosa o por otra. Eso es lo que me ocurre, pero no conozco la causa. Tan sólo sé que la única manera de arreglarlo es que dos jóvenes me ayuden. Uno de ellos es el muchacho que ha acudido a mi cueva y del cual estoy utilizando el cuerpo. El otro proviene del exterior. Está buscando el origen de lo que allí ocurre, porque mi enfermedad ya está influyendo en el mundo exterior. Los humanos crecen o rejuvenecen a gran velocidad. La humanidad del exterior desaparecerá si no me curo, y vosotros también. El humano al que buscáis, o mejor dicho, la humana, muestra en estos momentos la edad de una niña de once años. En realidad tiene catorce. Yo la encontraré con la ayuda del cuerpo de Tinken. Gracias por escucharme, sabios.
El silencio recorrió el lugar. Tinken sintió que la presencia de Tiempo se retiraba hacia su interior, y se quedó paralizado. Su mundo comenzó a caerse en pedazos a su alrededor. Tenía que salir del Valle. Tenía que dejar su aprendizaje. Tenía que salvar el mundo. Y para su desgracia, no sabía cómo.

Capítulo II - El Viaje.

Capítulo 2: El Viaje.

H
ice llamadas a gente de distintos lugares. Algunos me decían asombrados que habían rejuvenecido, y otros asustados, que habían envejecido. Pero nadie tuvo la alegría de poder llamarme loca o paranoica. Aquello estaba ocurriendo de verdad. Puse la televisión y escuché las noticias con interés.
“El virus del tiempo. Así se ha catalogado a este problema que asola a prácticamente todo el mundo. Las autoridades nos piden que mantengamos la calma, no debemos preocuparnos. Los científicos aseguran que van a encontrar el motivo de esta niebla que envejece y rejuvenece, y aunque están desconcertados, aseguran que pronto encontrarán una solución. Hay hipótesis sobre la posibilidad de que el suceso tenga que ver con algún virus que se propaga en forma de niebla, creado artificialmente por alguna banda terrorista... En cualquier caso, recomiendan que no salgan a la calle, en la medida de lo posible, y que mantengan cerradas puertas y ventanas. Les mantendremos informados.”
La presentadora lucía un gran sombrero rojo chillón, y el maquillaje brillaba a la luz de los focos del plató. Aquella mujer pertenecía a un lugar donde la niebla envejecía. Sin duda. Había dicho que la niebla asolaba a prácticamente todo el mundo. ¿No a todo?
Aquello me llevó a una reflexión. La niebla se movía. ¿Y si había un punto de origen? En ese caso, se podría encontrar una solución a toda esta locura. Pero yo no podía esperar, una extraña fuerza me empujaba a salir en busca de una explicación. Me iba. Sin que nadie se diera cuenta, metí en una mochila lo necesario. En los informativos avisaban de que el efecto de la niebla era más potente cuando te expones a ella directamente, así que me cubrí bien, colocándome un pasamontañas, unas gafas de sol, unos guantes y un plumífero. Las plantas estaban muertas, y nadie pasaba por el lugar. Parecía que estuviese poblado por fantasmas. Todos se habían enterado ya. Caminé un rato sumida en mis pensamientos y entonces caí en la cuenta de algo: no tenía pistas para seguir ningún camino. Estaba perdida en medio de un montón de posibilidades, sin un punto de partida. Y pensé: “si la niebla se mueve hacia un lado, es porque viene del contrario.”
Y me puse en camino, dándome cuenta al instante de que andando no llegaría muy lejos. Yo no sabía conducir. Un caballo. Allí cerca estaban las cuadras de mi tío. No iba a ir mucho más rápido, pero algo aceleraría. Además, en cuanto encontrara otra manera, la usaría. Seguí desafiando a la niebla, y llegué a las cuadras. Solté un caballo, lo ensillé, me monté en él y galopé buscando el origen de todo aquello. Se me acababa el tiempo.
No podía verme, pero con toda seguridad, aparentaría al menos diecisiete años, cuando aquella mañana tenía catorce. Aquello era grave, para mí, y aún más para mi nueva montura, a la que cada vez notaba más cansada. Pero seguimos galopando. Quizás la esperanza de llegar a una zona donde la niebla nos rejuveneciera, y nos diera más tiempo, me dio fuerzas.
Pero ese momento no llegaba, y yo veía cómo el caballo, cansado y más viejo, ralentizaba la marcha, sin poder evitar que sus delgadas patas se doblaran. Y el momento que tanto temía, llegó pronto. Tan sólo llevábamos dos días de viaje, en los que sólo habíamos parado para comer y descansar un poco. Habían sido unos quince años más o menos para nuestros cuerpos. Y cuando recogí al animal ya debía tener diez, como mínimo.
El viejo corcel me miró como pidiendo perdón y después, con pasos cansados se acercó a un árbol y se tumbó ahí mismo, provocando mi caída. El pobre animal estaba muy débil. Le quité la silla y el resto de objetos, y lo dejé ahí. Tenía hierba, que aunque seca, le serviría para comer, así que viviría lo que le quedara con tranquilidad.
Toda la ropa que protegía mi cuerpo parecía haber reducido un poco los efectos de la niebla, así que en esos momentos debía tener la apariencia de unos veinticinco años. Preocupada, anduve hasta el pueblo más cercano, sin dejarme vencer por el cansancio, y me dirigí a un aparcamiento donde un hombre se acercaba a su coche. No había conducido nunca, pero, por suerte, había acompañado a mi madre mientras mi padre, pacientemente, le daba clases. Y a base de repetir, se me grabó en la memoria lo esencial. Suspiré. ¿Qué otra opción tenía? Era por el bien del mundo. Mi reloj de pulsera se movía frenéticamente. La aguja de los segundos era casi difícil de ver por su velocidad, pero sí se oía el rápido “tictactictactictactic...”, que indicaba que mi cuerpo estaba envejeciendo antinaturalmente rápido.
Así que corrí hacia el hombre y su coche, y cuando abrió la puerta, salté por detrás, le empujé para que cayera al suelo, cogí las llaves y me monté en el coche. Mientras el hombre se levantaba, cerré la puerta y eché el seguro. Él intentó romper el cristal, pero yo introduje las llaves en el contacto, arranqué, agarré el volante y apreté con fuerza el acelerador, pero, al no haber practicado, salí despedida con brusquedad perdiendo de vista, entre la niebla, al dueño del vehículo que agitaba furioso los brazos.
“El antinieblas... ¿cómo puedo poner los faros en modo antiniebla? Um... -no recordaba el uso de todos aquellos botones-, me da la impresión de que en cualquier momento me voy a dar un castañazo de los grandes...”
Probé con una pequeña palanca a un lado del volante, y cuando volví a mirar hacia la carretera, me encontré con los limpiaparabrisas moviéndose de un lado a otro del cristal.
-¡Arghh!
No recordaba qué palanca era la que había accionado para poner en marcha aquella locura, así que probé con otra y vi cómo se encendía el intermitente. Fantástico. Paré los intermitentes y el limpiaparabrisas. Y seguí con mi búsqueda. Accioné un botón y dos chorros de agua comenzaron a mojar el parabrisas. Lo paré velozmente, pero el agua seguía enturbiando mi visión. Ahora no encontraba el limpiaparabrisas. Al fin lo encontré y después lo paré. Justo en el momento en el que pensaba que todo había acabado, una sombra enorme comenzó a dibujarse entre la niebla, justo delante mía. Me iba a estrellar...
¡Volantazo hacia la derecha para esquivarlo por los pelos! Y... oh... por lo visto ya no iba por la carretera. Frené bruscamente, y decidí probar a encontrar lo que quisiera que activara los faros antiniebla. Al rato lo encontré y me bajé para comprobar el terreno. Campo.
Monté de nuevo en el coche y, despacio, me acercó hacia la carretera. Al menos ahora veía un poco mejor. Seguí conduciendo en la dirección contraria hacia la que se movía la niebla y, de repente, se me ocurrió mirar el reloj. Mis sospechas eran ciertas. Ahora las agujas iban hacia atrás, a toda velocidad.
-Espero ser lo suficientemente mayor como para no rejuvenecer tanto, que dentro de cuatro días sea un bebé –mascullé, al comprender que si las agujas iban al revés, era porque estaba en una zona en la que la niebla rejuvenecía.
Y transcurrió el tiempo, hacia atrás, pero transcurrió, y cada vez me sentía más joven. En un momento determinado me percaté de que mis curvas comenzaban a desaparecer. Mal asunto. Cada vez mi cuerpo era más infantil. Aún tendría unos trece años, pero me di cuenta de que mi tamaño comenzaba a menguar, por lo que apenas descansé, sólo lo justo para comer, repostar y dar alguna cabezada...
Se acababa mi tiempo.

Capítulo I - La Niebla.

La Niebla del Tiempo.

Capítulo 1: La Niebla.

L
a niebla no me dejaba ver el otro lado de la carretera. La humedad se colaba por los poros de mi piel, entumeciendo mis músculos y calando mis huesos. Bufé y llamé al timbre de mi casa.
Me abrieron la verja. Suspiré. Como cada día, era hora de sonreír sin querer hacerlo. Era incapaz. La puerta de la casa se abriría en cualquier momento, y mi rostro aún mostraba abatimiento y dolor. Hice un esfuerzo y estiré las comisuras de mis labios para formar algo parecido a una sonrisa. Cada día era más difícil. Sabía que si mi madre notaba un resquicio de lo que yo sentía, me interrogaría, no me dejaría en paz. Y si sacaba algo no me consolaría, sino que me reñiría y me obligaría a hacer cosas que nunca he estado ni voy a estar dispuesta a hacer. Se abrió la puerta y yo mostré mi sonrisa falsa sin mirarle a los ojos.
-¡Hola Victoria!
-Hola mamá... ¡ya es viernes! –murmuré controlando mi voz para que no temblara, mientras balanceaba mi cuerpo hacia delante y hacia atrás.
-Sí. ¿Qué tal en el instituto? ¿Todo bien?
-Sí, claro -mi voz había sonado amarga. ¡No!-. Muy aburrido, como siempre –volví a sonreír y dejé la mochila en el recibidor. Pasé a la cocina, cogí mi comida y me senté a comer, sola.
-Ya no me cuentas nada. Antes me contabas cosas.
“¿Qué quieres que te cuente? –pensé- ¿Que mi mejor amiga está saliendo con el chico que me gusta desde hace un año? ¿O prefieres que te cuente que odio mi aspecto? ¡Ya sé! Esto es un bombazo, ¡me acabo de dar cuenta de que me voy a pasar la tarde estudiando! ¿Quieres que te cuente eso? Déjame...”
-Ya. Es que no hay mucho que contar –decidí hablar de alguna cosa sin importancia para disimular-. Bueno, la profesora de Plástica se ha roto la mano y está de baja. A parte de esto no hay nada interesante.
-Muy bien, pues si no me quieres contar nada más, me voy. ¡Ah! Y recuerda que estás castigada sin ordenador.
Asesiné una alubia descuartizándola con el tenedor, y pensé que lo que menos me apetecía en aquel momento era papilla de alubia. Saqué mi móvil del bolsillo y leí un letrerito que parpadeaba: “Batería baja”
Me acerqué al cargador e intenté meter el cable para empezar a cargar el aparato. No entraba. Miré el agujerito y descubrí... ¡Toma ya! Había algo, posiblemente del cable cargador, que se había quedado allí enganchado. Intenté sacarlo. No pude. Gruñí y me acerqué al plato donde yacía la alubia “muerta”. Decidí comer.
Y entonces lo vi. La niebla se movía como si de humo se tratara. Entrecerré los ojos y posé mi mano en el cristal.
“Tic, tac, tic, tac...”.El reloj sonaba más fuerte de lo habitual.
Observé el jardín. Nada raro. Los árboles presentaban el aspecto sano y vivo de siempre, al igual que la hierba. El agua de la piscina se movía levemente por el viento, un gato escarbaba en la tierra de debajo de un pino para... preferí no pensar para qué, y arrugué la nariz. Terminé de comer, cogí la mastodóntica mochila, que me daba el aspecto de una tortuga, y subí a mi habitación cerrando la puerta de un portazo.
-¡No des portazos, que te castigo!
Mi madre hacía ya rato que no aparecía. Suspiré y me dejé caer en la cama.
“Tic, tac, tic, tac...”
Me levanté extrañada y me acerqué al reloj. Sonaba mucho... Miré de nuevo por la ventana, la niebla se estaba densificando aún más. Contemplé el libro de matemáticas y apreté los puños. En vez de meterlo a presión por la taza del Wáter y tirar de la cadena, que es lo que más me apetecía hacer, suspiré y lo coloqué sobre la mesa de estudio, dispuesta a “divertirme” un rato haciendo... ¿Cómo se llamaba? ¡Ah sí! Operaciones con radicales. Saqué el resto de los materiales de mi mochila y me senté. Así pasé un rato “divertido”, en el que dedicaba mi escaso tiempo a hacer ejercicios siempre iguales. Aquello era chino...
Pasada una hora de estudio más o menos, yo ya estaba harta del reloj de las narices, y le quité las pilas. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que las agujas seguían moviéndose, y a buen ritmo. Aquello no eran segundos. Los segundos duran más. Pensativa, miré otra vez por la ventana, y dejé caer las pilas al suelo por la sorpresa. Los árboles. Sus hojas, que antes eran verdes y lustrosas, ahora eran marrones, secas y arrugadas. La hierba amarilla constató mi sospecha de que allí pasaba algo extraño.
-¡Mamá! –me di la vuelta y salí de mi habitación llamándola-. ¡Mamá! ¿Qué les pasa a los árboles?
Mi madre salió de su habitación, y la notaba desmejorada. Le habían salido más canas desde la última vez que la había visto, y tenía el pelo más largo.
-¿Qué te pasa a... ti? –le pregunté con un hilo de voz.
-A mí nada hija. ¿Qué es lo que te pasa a ti? Tienes el pelo más largo... –la cara de asombro de mi madre debía ser un reflejo de la mía.
Corrí al cuarto de baño y me miré en el espejo. En efecto, mis rasgos eran más afilados. Mi pelo, estaba tan despeinado como siempre, pero me llegaba hasta más de la mitad de la espalda. Salí del cuarto de baño en estado de shock profundo y me encontré a mi madre extrañada, mirándose en el espejo, con cara de pocos amigos. Definitivamente, a ella no le gustaba el cambio.
No encontraba ninguna explicación a lo que estaba sucediendo. Si no era un sueño, ni me había vuelto loca, algo muy extraño estaba ocurriendo, y ese algo se escapaba a la razón, y a las leyes de la naturaleza que yo conocía.
Me acerqué a mi móvil, bajo de batería, y decidí llamar a mi padre.
-¿Dígame?
-Hola papá.
-¡Ah! Hola hija. ¿Qué quieres? Estoy muy ocupado...
-Em... vale, ¿hay mucha niebla por la zona en la que estás?
-Espera un momento... sí, mucha, y muy densa. ¿Por qué lo preguntas?
-¿Se mueve?
-Claro, pero eso es porque hay viento y como la niebla son nubes... Hija si sólo me has llamado para hablarme del tiempo... en estos momentos están ocurriendo cosas muy extrañas en la sección de neonatos; resulta que todos los niños que han nacido hoy, han desaparecido inexplicablemente. Podría ser algún psicópata o algo así. No nos lo explicamos.
-Papá, mírate en algún espejo. ¿Has envejecido?
-¿Eh? Un... un momento, ¿de qué hablas?
-Tú mírate.
Se escucharon pasos mientras yo contenía la respiración. Y de repente, se oyó un golpe sordo. ¿Se había caído el móvil?
-¿Papá?
-Per... perdona –la voz de mi padre era ronca, así que carraspeo un par de veces-. Se me había... caído el móvil. No hija. No he envejecido.
-Ah... vale, lo siento por molestarte...
-He... rejuvenecido.